martes, 21 de abril de 2015

El principio...



La Atlántida de Gil Gámez







Lo que sigue a continuación no es ficción sino hechos ciertos de los que existe constancia documental histórica. Esta novela está inspirada, entre otros, en ellos.


“El Poema de Gilgamesh” es una narración de origen sumerio considerada como la primera obra literaria de la humanidad. Cuenta las andanzas fabuladas de un rey, mitad hombre, mitad dios. La versión más completa que existe en la actualidad data del siglo VII a.C. y consiste en doce tablillas de arcilla pertenecientes a la biblioteca del rey asirio Ashurbanipal, que se conservan en el Museo Británico. Pero la historia original en la que puede estar basada se pierde en el tiempo... En el museo del Louvre existe una magnífica representación en relieve de este héroe sumerio. En su muñeca izquierda puede apreciarse lo que no dudaríamos en considerar un reloj de pulsera, de no ser porque la escultura tiene miles de años de antigüedad…





El Grupo de Bombarderos 509 de las Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidos fue el encargado de realizar los bombardeos atómicos en Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, esta unidad de élite fue ubicada en la base aérea de Roswell, Nuevo México, pasando a formar parte de las diez primeras unidades que constituyeron el Comando Aéreo Estratégico de los Estados Unidos.

El 8 de julio de 1947, la base aérea de Roswell difundió un comunicado de prensa en el que afirmaba haber recuperado, en terrenos de un rancho cercano a la ciudad, los restos accidentados de una nave de procedencia extraterrestre. Al día siguiente el escalón jerárquico superior —la Octava Fuerza Aérea en Fort Worth, Texas— emitió a la prensa otra versión afirmando que los restos recuperados eran en realidad un globo aerostático de los usados en meteorología, como si el personal del Grupo 509 de Bombarderos, que menos de dos años antes habían sido los escogidos para arrojar bombas atómicas sobre Japón, no fueran capaces de distinguirlo. Y la opinión pública olvidó por completo el asunto durante décadas.

El militar que acudió al rancho a recoger los restos accidentados fue el oficial de inteligencia de la base, el teniente Jesse Marcel.
Más de treinta años después, en 1978, este mismo hombre, ya un teniente coronel retirado, declaró en varias entrevistas que la primera nota de prensa era correcta, que la segunda versión fue una tapadera y que lo que de verdad se encontró pertenecía a algo “que no era de este mundo”. Jesse Marcel murió en 1980.
Desde entonces varios militares retirados que en 1947 estuvieron de una u otra forma directamente involucrados en los sucesos de Roswell, ya en el final de sus vidas, han corroborado y ampliado lo afirmado por Marcel. Existe constancia documental de ello en distintas entrevistas y declaraciones juradas ante notario, con cláusulas de lectura post morten.

En 2012 Chase Brandon, un agente jubilado de la CIA con más de 35 años de servicio activo, declaró que durante la última etapa de su carrera en la agencia, tuvo acceso a una sección especial en la sede de la CIA en Langley, Virginia, donde vio una caja conteniendo documentos que dejaban claro que lo que se estrelló en Roswell en 1947 fue una nave de procedencia extraterrestre. Brandon señaló que por su compromiso de confidencialidad, no puede especificar más de lo que ha declarado.

En 1961, el Teniente Coronel del Ejército de los Estados Unidos Philip J. Corso fue nombrado jefe de la División de Investigación y Desarrollo del Ejército con sede en el Pentágono. En 1997 cuando contaba con 82 años de edad, Corso declaró haber trabajado durante los años 60 en una comisión científica que investigó los restos de una nave de procedencia no humana que se había estrellado en 1947 cerca de Roswell. Corso precisó que esa nave no vino trasladándose por el espacio sino que lo hizo “saltando en el tiempo”, que se trataba “no de una nave espacial, sino de una máquina del tiempo”. En una entrevista grabada en video el anciano militar concluye: “A mi edad ¿qué tengo que perder? Debo contar esto a mis nietos y a mis hijos porque… ¿cuánto tiempo me queda? Y cuando me vaya, lo que sé se irá conmigo.” Philip J. Corso murió un año después.




"Pasado, presente y futuro son sólo ilusiones, aunque sean ilusiones pertinaces"

                          Albert Einstein




Capítulo 1


Cueva de Nerja, sur de España, agosto de 2014.

Hace un calor húmedo, casi asfixiante. Una larga cola de turistas serpentea, buscando las sombras de los árboles, hasta llegar a la caseta donde se adquieren las entradas. La enorme gruta recibe gran número de visitas por hallarse en una zona muy turística: la cálida Costa del Sol, en el sur de España.
En la fila, un hombre de mediana edad aguarda su turno. Su aspecto, un tipo alto de ojos azules protegidos tras unas gafas de sol, cortos cabellos canos, gorra y mochila de turista, no lo diferencia mucho de otros visitantes. Pero él no es un turista más. Es conocedor de que la cueva fue redescubierta en 1959 y que, hasta esa fecha, ha permanecido durante miles de años intacta. Ha elegido cuidadosamente la hora de entrada, antes del medio día de un domingo de finales de agosto porque durante las horas del almuerzo la afluencia de público disminuye. Sabe que no se lleva ningún control y que una vez dentro nadie notará que no va a salir de la cueva ese día.
En el interior, después de la foto de recuerdo que hacen a todos los visitantes, percibe como le envuelve el característico olor a humedad, su vista empieza a adaptarse a la oscuridad y siente aliviado que ya no hace el intenso calor del exterior. Como uno más, va siguiendo lentamente la ruta señalada, admirando las espectaculares formaciones rocosas que el lento filtrado del agua y el paso del tiempo han modelado con telúrica maestría y que una tenue iluminación trata de resaltar. Entonces, en la parte más alejada del recorrido, después de dejar atrás una bifurcación que da paso a un itinerario circular, se sienta en un banco que hay en una especie de mirador, un palco desde el que se tiene una excelente vista del fastuoso escenario. Está en la Sala del Cataclismo y desde su posición contempla la impresionante columna de más de 30 metros de altura y casi 20 de diámetro que, según explica un folleto publicitario que lleva en sus manos, está recogida en el libro Guinness como la mayor columna del planeta. Justo allí se encuentra el lugar escogido para ocultarse. Después de unos minutos advierte que se va a producir un claro en la continua hilera de turistas y siente que su corazón se acelera ante la proximidad del momento. Deja pasar las últimas personas y después de unos instantes se levanta y reanuda su marcha. No tiene a nadie detrás y cuando los de delante se pierden de vista tras la enorme columna, salta una pequeña valla y desciende por unas toscas escaleras que le alejan del recorrido turístico. Sabe que ese punto está fuera del alcance de las cámaras de seguridad y que, por ser domingo, no habrá arqueólogos ni espeleólogos fuera de la ruta visitable. En su oscuro escondite almuerza uno de los sándwiches que ha traído y espera pacientemente a que se acaben las visitas y la cueva quede vacía. Unas horas más tarde nota que el eco de las voces de los visitantes se va haciendo más débil hasta convertirse en un murmullo lejano. Después las luces se apagan y la total oscuridad y el silencio le envuelven, una ausencia de sonidos que hace que se percate de sus propios acúfenos y su respiración. Pero no es un silencio absoluto, tras unos instantes percibe un rumor extraño, el sonido de cientos de gotas de agua que caen con lenta cadencia desde el puntiagudo final de innumerables estalactitas que cuelgan del techo. Cargadas de carbonato cálcico, esas gotas hacen crecer estalagmitas al llegar al suelo: “la cueva sigue viva” piensa. Enciende una pequeña linterna de leds para no estar completamente a oscuras. Mira su reloj y deja pasar dos horas para cerciorarse de que nadie pueda detectarle. Cuando llega el momento, enciende su linterna frontal de leds, sale de nuevo al itinerario turístico y se dirige al punto donde sabe que hay un acceso a las Galerías Altas que se encuentran fuera del recorrido visitable. Pese a estar en completa soledad, camina y se mueve lo más silenciosamente que puede.
 Aunque ha repasado el plan decenas de veces y conoce el lugar porque ya ha estado allí antes, no puede evitar que su pulso se acelere por la emoción. No sin cierta dificultad, sube por una ladera rocosa. Por suerte, el camino se halla acondicionado con cuerdas de escalada para facilitar el paso a los grupos reducidos que contratan visitas espeleológicas a las profundidades de la cueva. Él ha realizado esa excursión y sabe que la zona turística, siendo enorme, es apenas el treinta por ciento de toda la extensión de la gruta. Atraviesa un angosto paso entre paredes de piedra y poco después, en la galería, cuando llega a un determinado punto bajo un característico saliente rocoso que hay en el techo, se detiene, saca de su mochila un pequeño pico de mano y comienza a cavar en el suelo terroso. Sus nervios aumentan mientras excava buscando un objeto, una caja pequeña de titanio que tiene la fervorosa esperanza de encontrar allí. Cava con delicadeza a la vez que con una inevitable rapidez y sus ojos se humedecen por la emoción cuando el sonido que hace su pico le indica que ha dado en algo metálico. Ha hallado la caja, una caja que sabe lleva allí enterrada casi 12.000 años y que, pese a su antigüedad, mantiene un sólido aspecto que enseguida reconoce. Con una brocha la limpia cuidadosamente, la envuelve en un paño y la guarda después con delicadeza en su mochila. Cubre la pequeña oquedad que ha quedado en el suelo y vuelve sobre sus pasos hasta el lugar en el que se había ocultado donde esperará a que la cueva abra de nuevo sus puertas al público la mañana siguiente. Extrae de su pequeña mochila un liviano saco de dormir de verano y se acomoda en el suelo. Luego mira su reloj y comprueba que la alarma le avisará dos horas antes de la apertura. Aunque lleva un sándwich preparado para cenar, no lo toca. Quizás más tarde. Ahora solo tiene sed. Saca su botella de agua y bebe con ganas hasta quedar saciado. Después trata de relajarse sin conseguirlo. Su mente se agita repasando los hechos que han ocasionado que él, un tranquilo hombre de ciencia estadounidense, ahora estuviera allí, pasando la noche en las profundidades de una cueva prehistórica europea.



























capítulo 2


John Callender se recostó en la pared rocosa, guardó en la mochila la botella de agua y dejó que sus pensamientos volasen a muchos años atrás cuando, después de licenciarse en Matemática, había seguido con su idea de doctorarse en Física Teórica. Recordó cómo entonces se había sentido absolutamente fascinado por el concepto “tiempo” y por el hecho de que la Física no concebía la existencia de pasado, presente y futuro. Se quedó atónito cuando su profesor les explicó que, en Física, la frase “transcurrir del tiempo” no tiene sentido, “porque el tiempo no transcurre sino que se encuentra extendido como un plano en el que todos los hechos producidos en el universo, desde su principio hasta su fin, están allí desplegados y, si nosotros tenemos la sensación de vivir momento a momento, podría deberse a procesos propios de la percepción en nuestro cerebro”. Eso fue suficiente. Inmediatamente supo que ése y no otro sería el campo en el que trataría de especializarse, si es que tal cosa fuera posible en la Física del final de los años 70.
Siempre le había atraído intelectualmente que Einstein demostrase que no existe un momento presente universal, sino que un mismo suceso ocurre en momentos distintos para observadores que se encuentran en condiciones diferentes. John comprendió que todos los habitantes de la Tierra están, de hecho, viajando en el tiempo respecto a cualquier otro lugar del universo cuya velocidad de movimiento y gravedad fuesen distintas a la de nuestro planeta. Contrariamente a lo que ocurre en la actualidad, en 1982 hablar en círculos científicos del viaje en el tiempo era poco menos que arriesgado: eso era algo que quedaba para filósofos, novelistas de ciencia ficción y otras raras especies. Pese a ello, cuando a sus 28 años estaba a punto de doctorarse, John se atrevió a incluir en su tesis un capítulo sobre este tema en el que desarrollaba un modelo matemático teórico que exploraba dos ideas revolucionarias. Por una parte, a efectos de posibilitar el viaje en el tiempo, no consideraba la cantidad de materia o energía  total del universo como la que se creó en el instante concreto del Big Bang sino que había que multiplicar tal cantidad por cada instante de tiempo desde el comienzo del universo hasta su final. Esa cifra no sería posible calcularla por, entre otras cosas, la ausencia de una unidad de tiempo indivisible pero, como concepto teórico, sí permitía su consideración. Y por otro lado, siguiendo la física del entrelazamiento cuántico, John planteaba que entre todas las partículas del universo debería existir un vínculo, más allá del tiempo y del espacio, al haberse generado todas ellas a partir de un único suceso singular: el Big Bang. Lo llamó “entrelazamiento cósmico espaciotemporal”. La combinación de estos dos conceptos teóricos permitía, al menos teóricamente también, considerar la existencia de una dimensión, una matriz supraespaciotemporal que posibilitaría a la materia lo que popularmente es conocido como “viajar en el tiempo”, tanto hacia el futuro como hacia el pasado. Así mismo, en su tesis, hablaba de los parámetros en los que podría basarse una hipotética máquina del tiempo para mover objetos o individuos en esa matriz, una máquina que debía fundamentarse principalmente en el control de la gravedad y la velocidad de movimiento del objeto crononáutico. Por supuesto que era un modelo teórico y a la vez hipotético, pero John estaba convencido de que podría constituir la base en la que se apoyase algún día el viaje en el tiempo. Y ese había sido el detonante.
Tituló su tesis doctoral “Entrelazamiento Cósmico en la matriz supraespaciotemporal” y en la primavera de 1982, pocas semanas después de haberla entregado, recibió una llamada telefónica de alguien que se presentó como Dr. Moore y que dijo ser un colega, amigo de su director de tesis, interesado en conversar con él sobre su trabajo y sus ideas. Su interlocutor había insistido en invitarle a tomar café una tarde y se citaron para dos días después en una tranquila cafetería, no muy lejos de la universidad.

Cuando John llegó a la cita se encontró con dos individuos que le hacían señas desde una mesa al fondo del local, a esa hora casi vacío, para que se acercara. Uno era un hombre mayor, de baja estatura,  algo grueso, con ojillos risueños que miraban perspicaces desde detrás de unas pequeñas gafas redondas de metal. Tenía  cabellos, bigote y perilla canos y vestía una raída chaqueta a cuadros con coderas de cuero, chaleco y pajarita sobre un pulcro cuello de camisa blanco. John pensó que tenía una mirada cálida y le calculó una edad en torno a 60 años. El otro tipo iba impecablemente trajeado, llevaba un severo corte de pelo y tenía una expresión más seria. Pensó que debía rondar los 40.

—Gracias por haber venido señor Callender. Soy el doctor Moore —se presentó el de más edad y después, señalando con la mano a su acompañante, añadió—: y este caballero es el señor Buckman.

Se estrecharon las manos.

—Por favor, siéntese aquí con nosotros, ¿qué quiere tomar? —siguió diciendo Moore con amabilidad, casi con afecto, notó John.
—Sólo café, gracias  —pidió  a la camarera que se había acercado.
—Lo primero, John, es felicitarle por su trabajo. Hemos leído su tesis doctoral y nos ha parecido sumamente interesante —dijo Buckman.

“¿Quién demonios son estos tipos?” se preguntó John ¿Serían de alguna otra universidad que se proponía captarle como profesor? Era demasiado pronto para eso. El pensamiento cruzó fugazmente su mente para ser inmediatamente sustituido por el estupor pues, como si le hubiera oído, Moore continuó diciendo:

—Pertenecemos a un departamento dependiente de la NSA.
—¿La Agencia de Seguridad Nacional?  —repitió John estupefacto.
—Así es —asintió Buckman mientras le mostraba discretamente una tarjeta de identificación.
—Es un departamento que investiga campos de la ciencia que puedan ser útiles desde el punto de vista de la seguridad nacional. Y es un departamento muy antiguo, se lo aseguro. Prácticamente nació con la propia agencia en tiempos del presidente Truman —le explicó Moore.

John no salía de su asombro.

—Bueno, vaya… ¿y qué quieren de mí? ¿Qué puedo hacer por ustedes?

Bukcman se aproximó:

—Verá, antes de seguir con esta conversación debe comprender que lo que aquí hablemos es de naturaleza reservada. Necesitamos que se comprometa a guardar el secreto más absoluto ¿está de acuerdo?

John no podía creer lo que estaba viviendo, estas cosas pasaban en las películas pero no en la vida real. “Qué diablos”  —se dijo— por supuesto que quería seguir con la conversación.

—De acuerdo, cuenten con mi absoluta reserva.
—John ­—empezó a decir Moore mientras se limpiaba las gafas con un pañuelo— usted ha hecho un trabajo de investigación en el que plantea la posibilidad teórica del viaje al pasado, cree firmemente que ello es posible y describe los fundamentos de una hipotética máquina del tiempo basada en el control de la gravedad y de la velocidad… Si algún día pudiéramos disponer de los medios para hacerlo… ¿se imagina las posibilidades que eso tendría para la seguridad del país?
—Verá —intervino Buckman—, creemos que la Unión Soviética se encuentra al borde del colapso y en los próximos años se va a multiplicar exponencialmente el riesgo de que suframos un ataque nuclear. Puedo asegurarle que la nueva administración Reagan no va a escatimar recursos para este proyecto.

“¿Qué proyecto? ¿De qué me están hablando?”  —se preguntó John. Y Moore añadió:

—Pero no es sólo la posibilidad de un ataque nuclear. Un devastador terremoto, el impacto de un asteroide, un accidente en una central nuclear… en esos casos y en muchos otros, conocer lo que va a ocurrir con la antelación suficiente nos permitiría evacuar ciudades, preparar planes de contingencia… Incluso evitar que suceda la catástrofe… El éxito del proyecto sería de importancia vital para nuestro país, para la humanidad.
—Pero, ¿de qué proyecto me están hablando?

Moore y Buckman se miraron sorprendidos. Era verdad, su propio entusiasmo les había hecho ir demasiado rápido.

—Verá —explicó Moore—, en su momento estuvimos mucho tiempo estudiando distintas alternativas con intención de construir una máquina del tiempo. Pero no conseguimos hacerla posible… De hecho, creo que nos quedamos muy lejos de ello y la idea se archivó hasta que nuestra tecnología evolucionara o hasta que hubiera alguna novedad en la Física que permitiera retomarla… Pensamos que su tesis doctoral contiene esa novedad.
—Queremos abrir de nuevo la investigación, el proyecto, y que se incorpore usted a nuestro equipo en Nellis —agregó Buckman. 
—¿Nellis, la base aérea Nellis, en Nevada?
—Sí, allí es donde están las instalaciones de investigación. Por motivos de seguridad y a efectos prácticos es un buen lugar. Pero usted vivirá en Las Vegas como todo el equipo y continuará siendo civil, tan civil como lo soy yo —le informó Moore con una amplia sonrisa, tratando de aliviar la tensión que se percibía en el rostro de John.
—Pero creo que actualmente es imposible… No hemos encontrado la forma de controlar la gravedad… mi tesis sólo plantea un modelo teórico… —susurró John casi para sí mismo.

Se produjo un momento de silencio en el que Moore y Buckman se miraron fugazmente.

—Bueno John, puedo asegurarle que no estamos tan lejos como cree. Si acepta, contará con los mejores recursos disponibles, créame, muchos más de los que podrá encontrar en ninguna universidad o instituto tecnológico, y tendrá la posibilidad de desarrollar su idea tan lejos como sea usted capaz… Piénselo ¿no quiere intentarlo?  —le rogó Moore, con un brillo especial en su mirada.

Y Buckman añadió:

—Estaría haciendo un servicio a su país y tendrá unas condiciones económicas más que aceptables. Y, si finalmente se abandonase de nuevo el proyecto, no habría problema en integrarle, como mínimo, en el departamento de Física de la universidad que eligiera.
—¿Así, tan fácil? —pregunto John tras un instante.

Buckman, reclinándose en su asiento, respondió:

—Sólo un pequeño sacrificio a cambio, lógico por otra parte. Tendrá que mantener toda su investigación en secreto. No podrá compartir información alguna sobre su trabajo con nadie de fuera del equipo, ni siquiera con su familia. Incluso su tesis doctoral pasará a ser clasificada como documento secreto y usted publicará una versión… digamos “descafeinada” de ella y, si finalmente el proyecto tuviera éxito, la Agencia sería, obviamente, la encargada de controlar su uso.

La posibilidad de intentar construir una auténtica máquina del tiempo… eso era lo que le estaban ofreciendo. Cualquiera de sus compañeros en la universidad lo habría considerado un disparate, un argumento de una obra de ciencia ficción. Pero aquellos tipos estaban allí delante de él y eran muy reales. Y, en cualquier caso, estaría trabajando en el campo de la Física que le apasionaba. Supuso que si la NSA tenía tanto interés sería porque tendría razones para ser optimista aunque él las ignorase… ¿qué había querido decir Moore con que contaría con más recursos de los que encontraría en cualquier universidad o instituto tecnológico? ¿Más medios que en el Fermilab, el CALTECH o el MIT? Por otra parte, también pensaba que, si alguna vez se conseguía viajar al pasado, era lógico que se hiciera de una forma controlada y restringida. Y él estaba convencido de que ese viaje podría hacerse algún día…

—No tiene que respondernos ahora, puede…  —empezó a decir Moore.
—Acepto, cuenten conmigo  —le interrumpió mientras notaba en el estómago una punzada de emoción precursora del entusiasmo. Ese entusiasmo que sólo pueden sentir los científicos que trabajan en una idea en la que creen.

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